¿Estado fallido?

La fuerza del Estado
José Luis Reyna
2011-10-03 • Acentos

Es recurrente, en el discurso político oficial mexicano actual, la advertencia de que se aplicará “toda la fuerza del Estado”. En casi cualquier coyuntura conflictiva, en la que los intereses de la sociedad y/o los del propio Estado se ven afectados, se recurre, más como retórica que como función, a la mención del término antes aludido. El Estado, de acuerdo con una definición sencilla, es una entidad que implica una organización social, política, soberana y coercitiva. Para que esa organización funcione es necesario crear, definir y diseñar un conjunto de instituciones que haga posible la regulación de la vida de una sociedad dentro de un territorio determinado. Las leyes son parte esencial de esa organización.

El Estado tiene la autoridad para establecer las normas que rigen las relaciones sociales. Definir esas normas tiene que ver con la legitimidad de la organización estatal. Además, de acuerdo con Max Weber, el Estado detenta el monopolio de la violencia legítima. En teoría, no puede haber otros actores que desempeñen esa función coercitiva cuyo fin es imponer y preservar el orden. La ley es un instrumento fundamental para entender lo anterior. En el marco de ésta se encuentra la administración pública y de gobierno, el desempeño de las fuerzas armadas, los órganos que se encargan de impartir justicia y, por supuesto, la misma sociedad cuya convivencia, aunque no exenta de tensiones, pueda disfrutar de un mínimo de armonía: el estado de derecho, en teoría, lo garantiza, aunque no todas las veces.

México vive, en la actualidad, una coyuntura excepcional. Nos encontramos en una situación cercana a una guerra civil en la que el Estado, con toda su “fuerza”, tiene como objetivo abatir a los grupos delincuenciales que, en los tiempos recientes, han adquirido un gran poder militar y económico que influye en el quehacer político, económico y social de la sociedad mexicana y el funcionamiento del Estado mismo. Ese poder delincuencial desafía el monopolio de la violencia legítima que, en teoría y práctica, le pertenece al Estado. En esta coyuntura inédita y conflictiva que el país vive, ha aparecido otro actor: el que quiere imponer el orden y hacer justicia por propia mano: los Matazetas, un grupo armado que intenta hacer valer su propia concepción de justicia ante el vacío de poder que experimenta el Estado mexicano. Un nuevo grupo que hace más compleja la ya difícil situación de violencia, sangre y temor en que el país se encuentra sumido. En pocas palabras, un grupo paramilitar. Por supuesto, el gobierno federal lo niega.

Hasta hace poco tiempo, aquel que osara retar al Estado mexicano estaba condenado a tener una existencia efímera. No es fortuito que la estabilidad del sistema político mexicano fuera tan duradera: un Estado fuerte y autoritario era el garante de un pacto institucionalmente controlado entre los distintos actores políticos y sociales. Cuando se rompía ese pacto, como sucedió en 1968, el Estado descargaba el monopolio de su violencia legítima para “restablecer el orden”: se aplicaba, estrictamente, toda la fuerza del Estado.

Ese grupo armado, que se declara en términos paramilitares en la clandestinidad, tiene como objetivo “salvaguardar el patrimonio nacional y personal” al menos de los habitantes de una entidad duramente castigada por la violencia y la delincuencia: Veracruz. Una demostración de su poderío la hizo hace menos de dos semanas al regar de cadáveres una de las calles más céntricas del puerto de ese estado y el municipio vecino, Boca del Río. Su atrevimiento se hizo, de manera casi paralela, a una cumbre de procuradores de justicia de todas las entidades del país, incluyendo a la actual cabeza de la PGR. El hecho perturbó al puerto y, una vez más, al país todo. La vigilancia que se desplegó por este motivo no fue obstáculo para que el otrora tranquilo puerto jarocho se viera regado de 35 cadáveres y unos cuantos más. Puede ser otro grupo delincuencial, pero al menos sus objetivos permiten visualizarlo como un grupo que no está en el perfil de las bandas “convencionales”. De ser correcta la apreciación, un grupo paramilitar.

La presencia de ese grupo de los Matazetas se conoció desde julio pasado, pero su acción se hizo pública al asumir y “pedir perdón” por haber tapizado la cinta asfáltica del puerto veracruzano con decenas de cadáveres. Tan fue tomada en serio esta acción por el Estado mexicano, que el secretario de Gobernación declaró que cualquiera que pretendiera erigirse como un combatiente contra el crimen organizado “carece de la legitimidad necesaria” y advirtió que, independientemente de su causa, enfrentará toda la fuerza del Estado mexicano. La razón: están fuera de la ley.

En otras palabras, el gobierno federal no está dispuesto a que le rompan el monopolio de la violencia legítima, por lo que la fuerza del Estado es el recurso para defender ese monopolio. ¿Se abrirá otro flanco en esta guerra que parece no tener fin? Un nuevo dilema que desde el Estado, con todo su poderío militar, pero con instituciones resquebrajadas, tendrá que enfrentar en el corto plazo.

La incertidumbre ha crecido con la aparición de este nuevo grupo que supuestamente quiere exterminar a los malos, a los “mugrosos”. Este nuevo grupo es consecuencia de la inoperancia, o de la baja eficiencia, con la que el Estado mexicano ha tratado el combate contra la delincuencia organizada.

El gobierno entró en una batalla contra los “malos” antes de haber reestructurado sus instituciones de seguridad y justicia. Ahora, el Estado se encuentra inmerso en una encrucijada de violencia, temor e ineficacia: tenemos una organización estatal fuerte desde la perspectiva de su armamento, pero débil desde el ángulo de la función de sus instituciones. No es la mejor combinación para resolver el problema. Una pregunta se impone: ¿en verdad existe toda la fuerza del Estado ante la presunción de una presencia paramilitar? El tiempo lo dirá.